Texto curatorial de la cuarta edición del ciclo de cine“La fractura del siglo”
Para que no pasemos la página
- Fotos antiguas
Estoy mirando antiguas fotos con mi hijo de 15 años. Viejos recortes de periódicos sobre la Segunda Guerra Mundial. Noticias que hablan de crímenes horrendos, innombrables; de ejércitos que ocupan territorios y vidas, de hechos ocurridos hace apenas un par de generaciones. Escarbamos las trampas de los poderosos para toparnos con la tragedia de los acribillados, casi todos ellos inocentes. Él se empieza a hacer preguntas aptas para ser respondidas con dolor y, todavía, impotencia. ¿Cuál fue el destino punzante de millones de personas perseguidas por el Tercer Reich? ¿Porqué un grupo de seres humanos se ensañó contra otros? ¿Cuál era el objeto? ¿Quién ganaba en la exterminación del hombre por el hombre? ¿Porqué se quebraron los países y los continentes? ¿Porqué se fracturó el siglo del progreso? Y aún peor: ¿porqué, viniéndose abajo la dignidad, la cultura humana continúo impetuosa destruyendo al otro, año a año, década tras década, generación sobre generación?
Vemos todavía con incredulidad las fotos; observamos con conmoción los filmes fotografiados en el lugar de los hechos, y recreados en mil y un ocasiones; escuchamos los testimonios de los que sobrevivieron. Y han pasado más de setenta años, ochenta… y a la vuelta de la esquina, en nuestra misma ciudad, en nuestro mismo barrio, vemos a diario otras mezquindades, otros racismos y otras vejaciones, sin darnos cuenta que el terror es uno solo. La vergüenza es propiedad de todos.
“La fractura del siglo” es una muestra de películas sobre el Holocausto, y que a partir de allí dialoga sobre cosas concurrentes a sus temas. “La fractura del siglo” se hace para que ni yo, ni mi hijo de 15 años, ni cualquiera al que le llegue este mensaje, olvide. Se hace para que cada fotograma de cada película, cada voz y cada testimonio vuelvan, cada día, a revolotear nuestro entendimiento, y formen un organismo viviente allí. Uno que nos impida olvidar. Se hace, este sencillo pero sentido acto de reunir unos filmes y verlos y escucharlos, para quien no escuchó y hoy pueda oír. Para quién no se enteró y hoy pueda contar a los otros que no se enteraron lo que nunca hay que olvidar. Se hace para quienes sí escucharon y vieron y conocieron, y sin embargo vuelven a oir y a entender, porque saben que en asuntos como este, no se puede pasar la página. Se hace para que las millones de vidas caídas por la codicia y la supuesta superioridad vivan otra vez, en esta ocasión en nuestra propia memoria.
“La fractura del siglo” es una muestra de películas intensamente política. La sumatoria y la individualidad de cada uno de sus artefactos ha sido creada y producida, y luego escogida para que remueva las conciencias de las personas. Para que dispare un cataclismo tal, que podamos accionar una respuesta propia. Para que venzamos el oprobio interno, eliminemos o tratemos de eliminar de raíz de nuestra vida el racismo, la marginación, la persecución, la violencia. Para eso se hace.
Este año, Sara Roitman –directora de la muestra– y Mariana Andrade –directora de Ochoymedio– han pensado que yo podía ayudar fungiendo de curador de la muestra. Grave responsabilidad, teniendo en cuenta que en las tres anteriores ediciones de la muestra, la calidad de las películas y la sofisticación de la curaduría la han convertido en uno de los más potentes acontecimientos cinematográficos en el calendario cinematográfico del país. La muestra que hoy presentamos, sin embargo, es un trabajo de equipo y responde a unos intereses personales compartidos entre Sara, Mariana y yo, quienes junto con Manuela Botero, editora de la publicación especial, hemos diseñado ocho días de intensas presentaciones de cine. Será un momento como cuando vemos esas fotos antiguas, donde yace nuestro pasado, el pasado de todos, y se infiltran en la memoria para siempre.
- Testimonios para no olvidar
Las victimas del Holocausto que pudieron sobrevivir han repetido sus historias muchas veces. El cine ha representado esas historias, y también aquellas de quienes no sobrevivieron, de diversas formas, creando casi un “género cinematográfico” que podríamos llamar “películas sobre el Holocausto”. Sin embargo, hay un filme que desafió cualquier otra representación –muchas de ellas válidas y sensibles– hacia esa gran “fractura” del género humano. Me refiero a Shoah, del francés Claude Lanzmann. La muerte del realizador, a los 92 años, el pasado 5 de julio, nos dio la clave inmediata de que aquel filme de 1985, considerado uno de los más importantes de toda la historia del cine, debía ser mostrado en “La fractura del siglo”. La palabra “Shoah”, en hebreo, significa “catástrofe”. Es usada, sobre todo, al referirse a la persecución y aniquilación sistemática de los judíos europeos por parte del estado alemán nacionalsocialista y sus colaboradores. Este plan sistemático se desarrolló durante el período que media entre el ascenso al poder del nazismo en 1933, hasta la finalización de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Durante este período, fueron asesinados no menos de 6 millones de judíos. Siendo un término tan fundamental, que reúne en sí mismo una serie extensa de acontecimientos históricos que desencadenaron uno de los grandes genocidios de la humanidad, ¿cómo representarlo cinematográficamente? ¿Cómo explicar de una manera didáctica y crucial el intento de exterminio del pueblo judío? ¿Es posible reducir dicho exterminio a imágenes y sonidos ensamblados en un filme?
Lanzmann, en 1985, y luego de 10 años de trabajo, se propuso obviar la palabra “reducción” e incluso la palabra “representación”. El imperativo ético del francés se traduce en un filme que no acude a ningún medio tradicional de reconstitución mediante imágenes y sonidos, basándose, entonces, principalmente en testimonios. De esta forma, y con un metraje que alcanza las nueve horas y media, Lanzmann nos introduce, al fin, a la minucia y al detalle de la aniquilación ocurrida en Chelmno, Treblinka, Auschwitz-Birkenau y en el gueto polaco. Allí, los sobrevivientes –y también los verdugos– dicen y cuentan. Y lo que dicen y cuentan es de tal magnitud, es de tal detalle, que las palabras se vuelven, en la mente del espectador, imágenes concretas y figurativas, como lo hacen las palabras escritas en las manos de un gran narrador, o las obras visuales de los grandes artistas plásticos. Allí, en cada palabra, en cada testimonio, hay altos secretos que hasta ese día no habían sido revelados. Hay diferentes perspectivas y experiencias del horror, y todas están dirigidas por las preguntas y comentarios del propio Lanzmann, que detrás de la cámara es protagonista. Los testimonios se suceden, unos detrás de otros, hasta sumar nueve horas y media. Son testimonios para que la memoria no ceda, para que sea imposible pasar la página. Son minutos y horas que ocurren delante nuestro para no ser olvidados. Shoah es un acceso testimonial e histórico desnudo, enorme y sustancial… pero nunca suficiente. La enormidad es demasiado grande y la hora demasiado tardía.
El gran lienzo tejido por Lanzmann, la especificidad de la reconstrucción detallada en su opus magnum, nos lleva de inmediato a pensar en otras reconstrucciones, otros testimonios. Por ejemplo, el construido por Eva Zelig en su película Un país desconocido, que es de especial significación para nuestro país. Zelig es una premiada documentalista que vive en Nueva York. Allí la conocí hace cuatro años en el Festival de cine ecuatoriano en Nueva York, donde mostraba su película. La premisa del filme es simple: judíos europeos huyen de los nazis y encuentran refugio en el Ecuador. A través de entrevistas e imágenes de archivos, Zelig reconstruye una faceta poco conocida de la historia ecuatoriana, y sin embargo presente en la vida cotidiana del país: la migración de cientos de judíos, durante y luego de la gran guerra, la aprobación formal e implícita del gobierno ecuatoriano de su migración –cosa que en muchos otros países no ocurrió– y la presencia de esa comunidad judía en la sustancia social y económica de este país, que para ellos, cuando llegaron, era una verdadera incógnita, un país “desconocido”. Muchos judíos se fueron quedando; otros tomaron al Ecuador como un país de paso hacia otros. Todos formaron familias, construyeron centros educativos y se volvieron clave en el desarrollo productivo y cultural del Ecuador. Sus emprendimientos pasaron de ser familiares a convertirse, algunos, en corporaciones enormes. Su testimonio, que inicia como una crónica del escape y la búsqueda de un lugar donde fundar su propia querencia, es también la historia de la adaptación y la interculturalidad, y es la historia de un país que los acogió.
- Gente que resiste
Detrás de cada gran catástrofe humana hay, casi siempre, una luz por donde la resistencia y la creatividad se levantan con pequeñas –y a veces grandes– victorias. Pensar en el Holocausto, en los intentos de aniquilación de toda una cultura por parte de unos poderes fácticos, es también necesariamente pensar a quienes, en contra de toda posibilidad, trataron de liberarse. Hemos seleccionado, para abrir “La fractura del siglo”, un docu-drama sobre esa creatividad y esa resistencia. Los invisibles, filme alemán de Klaus Räfle, cuenta la historia de cuatro jóvenes judíos sobrevivientes en Berlín, la capital del régimen nazi. Ellos usaban tácticas sencillas y peligrosas: la invisibilidad y el anonimato. Hacerse flaquitos para pasar desapercibidos. Mirar para otro lado para no ser reconocidos. Los cuatro sobrevivientes se llaman Hanni Lévy, Ruth Gumpel, Cioma Schönhaus y Eugen Friede. Mientras ellos cuentan sus historias ante la cámara, una selección de material fílmico de la época y re-escenificaciones ilustran sus increíbles historias de sobrevivencia.
Todo esto parece increíble, pero fue completamente cierto: aunque los nazis declararon a Berlín, en 1943, una ciudad “libre de judíos”, nada menos que siete mil vivían en la clandestinidad, y mil quinientos lograron sobrevivir.
Por los mismos tiempos, pero en Ile de France, cerca de París, el realizador francés Louis Malle, un adolescente en esa época, fue testigo de un impresionante acto de rebeldía y resistencia, en las aulas y patios del internado católico al que asistía. La experiencia la narró en la fantástica película de 1980 Adiós a los niños, convertida ya en un clásico del cine del mundo. Allí, dos niños se encuentran en el internado. Uno es diferente, usa la kipá. Es judío cuando ser judío es un crimen en la Francia ocupada por los nazis. Otro es francés de la clase acomodada, pero gradualmente, acepta y abraza a Jean, el muchacho judío, cuando todos los demás lo desprecian. Se convierte en un micro acto de rebeldía, que es más grande que un estadio. La guerra y la miseria se imponen, pero la lealtad está consumada. Julien nunca olvidará a Jean, y nosotros, luego de ver esta película, nunca olvidaremos a ambos.
Tan importante como el filme de Malle, la comedia oscarizada La vida es bella de Roberto Benigni fue otro despertar, esta vez con un ángulo rara vez visto en las películas de Holocausto. Benigni le pone buena cara al mal tiempo, y estando junto a su esposa e hijo pequeño detenidos en un campo de concentración, crea una serie de gags y escenas para que la vida sea soportable en el tugurio. Recuerdo bien cuando este filme fue estrenado, hace exactamente 20 años en los cines del Ecuador. Filas extensas en todas las salas de cine, compuestas por espectadores de todos los caminos de la vida, pugnando por ver esta magnífica película. Benigni es un comediante, y para él la capacidad del género está en confirmar el poder de la sociedad para reproducirse y representarse. Es, acaso, el opuesto de la tragedia, que es el dominio de lo individual y de la muerte de quien no se puede conformar con las demandas de la comunidad. La vida es bella trata de hacer lo imposible: hacer una película de comedia sobre el Holocausto. Para ello, Benigni no hace una cinta realista ni pretende recrear los complejos procesos históricos que produjeron el nazismo y el fascismo, sino apenas produce un mundo, en las peores condiciones posibles, donde su hijo pueda ser feliz. Benigni, el gran clown de su generación, el hijo prodigioso de la commedia dell’arte, se convierte, al fin, en el gran portador de la resistencia. Él, que se ríe frente a la muerte, y de tanta risa, sobrevive. Con su buen talante, Benigni domina la tristeza, se resiste a ser víctima, y sin embargo su filme es un homenaje a todas ellas. Ya lo dijo Dante: “no hay mayor dolor que recordar el tiempo de felicidad en medio de la tragedia”.
- Hay que esconderse, hay que escapar
Christian Petzold es uno de los grandes directores alemanes de hoy. Su obra está llena de fantasmas simbólicos, espacios subliminales e identidades intercambiadas, que son ensambladas como una meditación triste de las repetidas derrotas morales que marcan la historia de los refugiados en Europa. Su película Transit habla de un hombre que suplanta la identidad de otro, para refugiarse y tratar de escapar en Francia, que ha esta siendo ocupada por los alemanes. Esto, sin embargo, ocurre, no en 1942, como realmente ocurrió, sino en nuestros días. La ciudad de Marsella, donde ocurren los acontecimientos, es un espacio suspendido en el tiempo, un purgatorio donde la gente corre de un lado a otro buscando salvarse. La meditación de Petzold se acumula, y al final nos encontramos, aturdidos y angustiados porque, en efecto, una nueva invasión fascista es posible, y quizás no haya ningún espacio para escapar o esconderse.
La migración forzada, el gran tránsito de personas de un lugar a otro, los éxodos, los refugiados, son grandes realidades ahora, y lo fueron durante los años de la Segunda Guerra Mundial, y durante todos los tiempos recientes. Hemos escogido varias películas que, desde perspectivas hablan del escape… porque a final de cuentas quienes migran, están escapando de algo. Tomen en consideración, por ejemplo, lo que vivimos ahora mismo, aquí. Decenas de miles de venezolanos han escapado su país, muchos han llegado aquí. Las interminables caminatas, las humillaciones en la frontera, la indefensión, el no saber cual es tu destino. Hemos invitado al fotógrafo Edu León a que presente, antes de cada una de las presentaciones cinematográficas de “La fractura del siglo”, una instalación audiovisual llamada “Migrar es tocar tierra”, donde a través de fotografías, testimonios, mensajes de audio, podemos todos acceder a ese sentimiento de incertidumbre, y también de profunda esperanza de que la cosa va a mejorar. La obra de Edu León es poderosa y es muy adecuada para acompañar los propósitos de esta muestra de películas.
Dichas caminatas a través de fronteras, nos recuerdan a lo acontecido en 1945, cuando se abrieron los campos de concentración. Muchos judíos liberados se encontraron sin propósito y sin hogar en Europa y se encaminaron a Israel. La odisea de su camino, con relatos de los sobrevivientes, está registrado en el filme israelí El último mar, un clásico del cine de aquel país. Este filme, junto con otros dos, La victoria final y Alguna vez fui, son contribuciones a esta muestra de películas por parte de la Embajada de Israel, y nos proponen un ejercicio de entender la capacidad de sobrevivencia del pueblo judío y, por ende, del género humano, a partir de casos específicos, de la vida real o de la ficción. Allí está, por ejemplo, el Dr. Félix Zandman (protagonista de La victoria final, filme documental), inventor y científico de peso, o Yankele (protagonista de Alguna vez fui, filme de ficción), un hombre que ayuda a las parejas a encontrarse y casarse… ambos sobrevivientes, ambos héroes en su propia medida.
En la misma línea, pero con un enorme presupuesto, un director colosal y un actor reconocido en todo el mundo, Hollywood creó en 1960 la épica película Éxodo, basada en la novela de León Uris. La historia recrea a los cientos de judíos que intentan fundar el nuevo estado de Israel. Esta es una superproducción de más de tres horas de duración dirigida por Otto Preminger y protagonizada por Paul Newman, y cuando fue estrenada fue vista como un instrumento influyente para estimular el sionismo en los Estados Unidos y el apoyo a Israel por parte de ese país. La crónica, llena de escenas enormes y cientos de extras, habla del gran viaje, del éxodo final para encontrar, al fin, un hogar.
Si 611 judíos cruzan fronteras en la novela de Uris filmada por Preminger, 65 millones de personas han sido forzadas a irse de sus lugares de origen en los últimos años, según un recuento muy personal del artista conceptual chino Ai Weiwei. El año pasado, Weiwei estrenó su filme Marea Humana, que es en realidad un ensayo sobre la migración y los éxodos en el siglo XXI. Con su equipo, viaja alrededor del mundo: encuentra una historia globalizada de desolación y desesperación. El artista nos muestra, de forma descarnada, los campos y las calles de muchos países, inundadas de gente que no tiene hogar, que está en movimiento escapando de las penurias de casa. Nos informa con expertos que hacen diagnósticos de la tragedia, y datos puestos crudamente en la pantalla. La cantidad de gente, las condiciones precarias de su movilidad, la indolencia del mundo, la desigualdad en las relaciones… todo nos abruma en la cinta de Weiwei.
Un caso característico del refugiado, con una atípica ética y estética, nos lo ofrece el finlandés Aki Kaurismäki. El cine Ochoymedio tuvo hace poco el buen gusto de regalar a la audiencia de Quito una retrospectiva de Kaurismäki dentro de su festival de cine europeo. Hemos decidido presentar aquí, para aquellos que se quedaron sin ver El otro lado de la esperanza, la más reciente obra maestra del finlandés, porque saluda al perdedor y al obstinado, al que escapa de una tierra para encontrarse con otra, donde quizás encuentra una oportunidad. El refugiado sirio Khaled ha llegado a Helsinki escapando de la guerra. Al principio ni siquiera sabe a donde ha llegado, ni que idioma se habla allí. Termina en la cárcel, es atacado por fascistas y finalmente encuentra a Wilkstrom, otro naufrago de la vida que se ha separado de su esposa y abre un restaurante donde ofrece trabajo a Khaled. Todo esto ocurre en el universo imaginado y creado por Kaurismäki, uno donde la noche es oscura, todos fuman y beben, visten a la manera de la década de los cincuenta y siempre hay espacio para la bondad y el optimismo. Sí: como en El otro lado de la esperanza, todo refugiado, todo aquel que escapa, que se esconde, que migra, tiene –como parte sustancial del espíritu humano– un sentimiento de optimismo. De que quizás nada puede ser peor que lo vivido… que quizás en otro lugar, la vida pueda fluir. Y sin embargo, a pesar de ese optimismo, de esa esperanza que parece nunca morir, las leyes de la tierra y del estado están en contra; la opresión y la vejación a la vuelta de la esquina; el racismo y el odio golpean la puerta, otra vez, y tal parece que para siempre.
- Totalitarismos y redentores
Hay tres películas en la selección de “La fractura del siglo” que, de formas muy distintas, hablan de la sordidez de los totalitarismos, llevados a cabo casi siempre por unos “redentores” mesiánicos, y que afectan a vidas de carne y hueso, convirtiéndolas en historias individuales a ser contadas y, otra vez habría que decirlo, nunca olvidadas.
Imposible, por ejemplo, dejar de ver La casa lobo, una película chilena de animación, dirigida por los artistas Joaquín Cociña y Cristóbal León. Hecha completamente en stop-motion, está basada en el tormento interno de una niña que escapa de las inhumanas entrañas de lo que fuera la Colonia Dignidad, cerca de Concepción, un asentamiento fundado por un nazi de nombre Paul Schäfer, que se convirtió en centro de tortura en los tiempos totalitarios de Pinochet. El filme incorpora, además, una recreación de la propaganda con la que Schäfer solía desviar la atención de todos los abusos que se realizaban en el campo. La casa lobo se plantea narrativamente en forma de una oscura versión del cuento de los tres chanchitos, donde claramente el animal es la representación de un Schaffer que alcanzaba a ver y controlar todo en los alrededores y donde María, la niña protagonista, no tiene un escape real y cuya travesía y construcción de su refugio ilusorio no son más que un producto mental.
Gran película esta, que aborda la metáfora de la casa como lugar de reconocimiento y encierro. La casa dentro de otra casa. La casa como refugio. La casa como un país destinado a asesinar a sus propios habitantes.
Con igual nivel de obscenidad, el filme alemán de 2008, La ola, describe otros perturbadores elementos. En 1967 un profesor de colegio en Estados Unidos, condujo un elemento con sus estudiantes para que tengan un entendimiento del fascismo, recreando las condiciones en las que los nazis llegaron al poder. El experimento resultó turbulento: actitudes autoritarias y despóticas empezaron a aparecer en el colegio. La ola, es una transposición de ese incidente en un pueblo de la Alemania contemporánea. La inexorabilidad del estado totalitario, cuando unas condiciones sociales ocurren, parece ser el tema principal de este filme, lo cual me recuerda con fuerza a las nuevas generaciones de fascistas que explotan en muchos lugares del mundo, y de las pocas fronteras que existen en las ideologías extremas cuando están cobijadas por el autoritarismo.
Quizás de esto mismo habla, guardando las distancias, La Manuela, filme brasileño de Clara Linhart, sobre la activista Manuela Picq, conocida en el país por haber sido perseguida y luego deportada por el gobierno de Rafael Correa. El filme sigue a Picq durante su exilio, y reflexiona sobre la resistencia civil, el sentirse perseguido por los poderes políticos y el anhelo del amor a la distancia. Es, sobre todo, un testimonio importante de un caso –uno de varios– de cuando la violencia del estado y la injusticia política hacían de las suyas en este país. O sea siempre.
- ¿Cómo hablar de cosas tan extraordinariamente dolorosas?
Quince son las películas que hemos seleccionado para “La fractura del siglo”. Y son quince maneras muy diferentes de ver las cosas sobre hechos tremendamente traumáticos, cosas extraordinariamente dolorosas para la experiencia humana. La única forma de nombrarlas, hablarlas y discutirlas es condicionándonos a que no vuelvan a pasar. No podemos explicar la experiencia humana, a lo largo de los tiempos, sin nuestra disposición y motivación a recordar. La memoria es, acaso, lo que tenemos para continuar con vida. Muchos se empeñan en que olvidemos. En que “pasemos la página”. En que, como si fuéramos autómatas, miremos en una sola dirección y caminemos en una sola ruta. Pero la memoria se impone, terca. Se posa frente a nosotros para que recordemos y para que el recuerdo mueva nuestras fuerzas y nuestras luchas.
No hay que pasar la página. A los hechos monstruosos hay que nombrarlos cada vez que se pueda para que no vuelvan a ocurrir. Pasar la página sería olvidar. Pasar la página sería permitir que el horror y la vergüenza no terminen nunca.
(c) 2019, Rafael Barriga
Imagen: «Los invisibles».