Escuche aquí. «La muerte del maestro»
I.
”El viento sopla por donde quiere” dice el maestro, en el momento de la certeza de su muerte. Ha ocurrido, a cientos de kilómetros, un terremoto. Sin embargo, la naturaleza, en los confines andinos, ha sentido la furia y la energía. Se ha expresado la naturaleza, de formas extremas e inexplicables. El maestro, frente a la contradicción, frente a la extrañeza, dándose cuenta, al fin, que es imposible controlar a la naturaleza, muere.
“La muerte del maestro”, el film de José María Avilés, escrito por Felipe Troya y el propio Avilés, y que ha estado en las pantallas cinematográficas de Quito, y que tendrá una última, muy especial función el próximo sábado 4 de mayo, en el mismísimo lugar donde fue filmada, en Angamarca (hay que estar atentos a la convocatoria via redes) es una pieza que narra los traumáticos hechos suscitados en un campo natural que ha tratado de ser dominado por el hombre. Los hechos, telúricos y de gran misterio, terminan por doblegar a un hombre, el maestro, que con su trabajo ha tratado –seguramente durante toda su vida– de conllevar a la naturaleza por un cauce. Cuando esta –la naturaleza– se rebela de toda posibilidad de control, el maestro muere. El film, de una belleza y una sensibilidad muy especial, se enmarca dentro de esas raras piezas donde la imagen y el sonido dicen tanto más que las palabras; donde las escenas no se apresuran en su conclusión, sino que respiran y tienen una vida propia. “Cine contemplativo” dirían algunos amantes del film de festival promedio, acaso porque los sentidos se despabilan, o por la percepción –equivocada– de la falta de acción. Muchas cosas pasan, muchas cosas perturbadoras pasan, en este film.
Lo que vemos en “La muerte del maestro”, la narrativa del hombre que camina palmo a palmo con su tierra, está enclavado, precisamente, en esa tierra. Esa tierra tiene nombre: Angamarca. Se trata de un reducto milenario, donde sabemos que han sido encontradas piezas arqueológicas que se acreditan como algunas de las más antiguas jamás encontradas en los Andes ecuatorianos. La gente aquí ha vivido en diálogo con la naturaleza durante todos los tiempos. Angamarca está situada en lo que hoy se conoce como el valle de los Chillos, pocos kilómetros al occidente de las poblaciones de Alangasí y La Merced. Estos confines son, ahora mismo, de naturaleza accesible y generosa. Tierra de imponentes bosques de eucaliptos –situación que ha mermado la calidad de la tierra cultivable–, de ojos de agua termal –que se expresan ahora mismo en balnearios para el disfrute turístico–, y de parcelas que se adentran por fuera de los caminos donde viven hombres y mujeres de todo tipo, y donde se cultivan muchas cosas, pero con especial predilección el maíz.
Conozco la zona como la palma de mi mano, pues desde la infancia mi familia ha poseído una pequeña finca donde vivió mi padre sus últimos años. La literatura también ha registrado la energía muy especial de la zona: en la década de los setenta, el cuento infantil “El fantasmita de las gafas verdes”, de Hernán Rodríguez Castelo, era el best-seller, si acaso eso existe en nuestro letrado Ecuador. El fantasmita, pues, fantasmeaba por la zona de Angamarca, hacía sus travesuras en los barrios de Alangasí, jugaba con los moradores de El Tingo. Los realizadores del film conocen la zona aún mejor. José María Avilés y Felipe Troya crecieron allí mismo y la propia finca donde se filmó la película pertenece a los familiares de Felipe Troya. Hoy en día, Angamarca y toda la zona está siendo invadida por construcciones de todo tipo, sobre todo de horribles multibloques habitacionales. La ciudad ya no da abasto, y la zona está siendo poblada a pasos agigantados. Ya la naturaleza, el campo, lo rural está cediendo a la dictadura del crecimiento demográfico y perdiendo su portento ante la poca planificación y el desorden generalizado. Sin embargo, el mundo en el que el maestro circula conserva todavía una realidad natural excepcional hoy en día. El jardín del maestro, la propiedad que cuida, los potreros que alimentan sus terneros, son mostrados en la película como los componentes de una naturaleza prodigiosa, llena de árboles, hierbas altas, bosques –de eucalipto, pero también de árboles nativos–, de flores. El viento corre fuerte, el sol brilla sin contemplaciones y el aguacero no tiene misericordia. Es una naturaleza de carácter, en la que no parece haber medias tintas. Es, pues, personaje central del film, junto al maestro. Ambos tienen una comunicación, o por lo menos la tenían.
Es una naturaleza que ha tratado de ser dominada. Un estanque controla los ojos de agua, unos túneles comunican a las personas y animales de un lugar a otro en lo agreste, unos chaquiñanes y caminos han sido trazados para la circulación humana. El esfuerzo de regular, de normar, de poseer la naturaleza es visible.
En este programa de radio voy a presentar algunas piezas musicales seleccionadas justamente luego de haber visto “La muerte del maestro”, y son músicas que hablan de lo místico, de lo inexplicable; también de las motivaciones de la naturaleza, del viento, de las aves; y también, hacia el final, unos temas que tienen que ver con la inmensidad de los Andes, con la llacta, la tierra, ese lugar donde nacimos. También presentaré una breve conversación que tuve con el co-guionista del film, Felipe Troya.
II.
Aquí, el maestro es el quien ejerce, o ha ejercido, el diálogo y la posesión de la naturaleza. Él, hombre de campo –lo vemos en su caminar, al principio ligero y cómodo, luego vacilante y temeroso– quizás ha pensado que conoce los resquicios y las formas de la naturaleza. La ha hecho suya, y ha trabajado toda su vida para que su jardín esté cuidado, para sostener a sus terneros, para podar el ramaje que se ha desenfrenado, para recoger el fruto de su entraña. Hombre y naturaleza, esa unción, está gravada en las manos y en el rostro del maestro. Pero de la misma manera, el tiempo no ha pasado en vano. El maestro tiene sus años, cree conocer el secreto de la entraña salvaje, cree que allí, en ese reducto, en ese entorno, él es parte competente.
Pero, he aquí, que mientras el maestro camina por sus dominios, confiado en su innata relación con el mundo natural, algo sucede. “No sentí el terremoto, solo el viento que sopló muy fuerte” dice con voz asombrada. Y luego, como tratando de controlar la situación, confiesa: “aquí todo sigue igual”.
La geografía y la cartografía nos dice que el terremoto –lo sabemos por las noticias de radio o televisión– ha ocurrido en las costas, a cientos de kilómetros del enclave del maestro. ¿Se relacionan los hechos telúricos que ocurren tan lejos en la realidad propia? ¿Hay una energía natural que hace impacto aun cuando los sucesos ocurran tan dispersos y lejanos? ¿Hay una “naturaleza viva” que es orgánica, integral y que es un todo indivisible?
Las primeras respuestas pueden encontrarse en Alexander Humboldt –tema del momento ahora que se celebran sus 250 años. Él pensaba que la naturaleza era una fuerza global, y encontró conexiones en todas partes. “En esta gran cadena de causas y efectos –dijo– no puede estudiarse ningún hecho aisladamente”. Con este concepto inventó la red de la vida, que es, precisamente, el concepto de naturaleza que conocemos hoy.
Cuando se percibe la naturaleza de esta manera, como una red, su vulnerabilidad salta a la vista. Todo se sostiene junto. Si se tira de un hilo, puede deshacerse el tapiz entero, como dice su biógrafa, Andrea Wulf en “La invención de la naturaleza: el nuevo mundo de Alexander Von Humboldt”.
Visión humboldiana la de Avilés y Troya, cineastas que entienden, precisamente, que la naturaleza es ese todo, ese uno y esa red. Quién se sorprende, sin embargo, por lo que parece son enigmáticas situaciones –la muerte del ternero, el desbordamiento del ojo de agua, el inexplicable fallecimiento de aves, los caballos que trotan cada noche, los perros que ladran sin cesar– es el propio maestro. Tanto se sorprende, tanto se conflictúa ante su incapacidad de entender lo que siempre pensó haber entendido, de perder lo que había poseído siempre, que muere debajo de un árbol. Y no sólo él, sino, como confiesa el funebrero, tres otras personas de la localidad.
A los hechos naturales se suma otro: el maestro, para mayor desconcierto, encuentra que alguien ha poblado el cubículo de la casa de campo, y ese alguien ha puesto unas velas a una imagen de la virgen que está desplegada en algún lugar del jardín. Vemos, pues, que la anarquía se ha instaurado, ya no solo en el mundo natural, sino también en el mundo humano. Es que la relación hombre-naturaleza, desde una perspectiva filosófica se ha caracterizado desde los primeros momentos por un conjunto de sentimientos religiosos, mágicos y míticos. La tierra ha dicho lo suyo, y el hombre va allí, en busca de piedad.
El mundo humano y el mundo natural. ¿Acaso la misma cosa? Esa ha sido una de las discusiones centrales del pensamiento humano, desde siempre. Ahora, la discusión está centrada en dicha relación, frente al abuso del ser humano de los derechos de la naturaleza. “La muerte del maestro” es una película enteramente alerta de aquello, aunque ese discurso no sea el motivante principal de la narrativa. Sí: esta naturaleza ha tratado de ser encausada. Ha sobrevivido cientos o miles de años al uso del hombre, y allí la vemos, poderosa y tomando decisiones privativas; haciendo caso omiso de los ruegos de piedad, de las velas depositadas a los pies de la virgen de los humanos, que nada puede hacer, lo sabemos ahora, ante sus embates. “El viento sopla por donde quiere” dice el maestro, dándose cuenta, en su pensamiento final, antes de su último suspiro, que todo intento de dominarla es insubstancial.
III
“La muerte del maestro” constituye sin duda una brisa de aire fresco, un viento dúctil y revitalizador para el cine del Ecuador. Es un cine que toma riesgos, que no contempla las reglas de un mercado vergonzoso que obliga a producir películas que solo llegan a ser divertimentos sabatinos para públicos de vocación infantil. Tampoco se acomoda en la estructura del “film de festival”, que se regodea de intelectualismo para entregar productos, en la realidad, apenas pasables. En cambio, Avilés y Troya dicen lo suyo utilizando su sensibilidad como arma principal. Arman una narrativa profundamente perturbadora, en la que todos los espectadores tenemos la oportunidad de reflexionar, desde nuestro propio espacio y experiencia, de nuestra propia relación con la naturaleza. El cine, visto así, como una posibilidad de reflexión personal es, justamente, por lo que hemos venido luchando desde hace ya muchos años.
La música de este programa:
• Staircase – Keith Jarrett
• Something about John Coltrane – Alice Coltrane
• This is Not Fear – The Robert Glasper Experiment
• Final Thought – Kamasi Washington
• Nin Hun – Tao Ravao / VIncento Bucher
• Tam Bi – Youssou N’Dour
• Rapture – Antony and the Johnsons
• Viento del lugar – Luis Spinetta
• Where Do My Bluebirds Fly – The Tallest Man On Earth
• El espantapájaros – Gerardo Guevara (Marcelo Ortiz, piano)
• Jicashpa Huayra – Tahual
• Albazo – Leonardo Cárdenas
• Preludio Hatary – Edgar Granda
• Esta historia no es de risa – Promesas Temporales
Gracias a José María Avilés, Felipe Troya, el cine OCHOYMEDIO, Maví Sotomayor, Estefi Arregui . Además a Leo Salas, maestro del sonido, Matilde y Leonor, y especialmente a mi soporte Analía. Este programa se produjo en Quito, Ecuador, del 22 al 25 de abril de 2019 y se emite exclusivamente en este sitio web.